«¡Qué momento más bonito para morirse!», me dijo Antonio emocionado al oído mientras nos abrazábamos, del mismo modo que repetimos con Manolo Montero, uno tras otro, mientras Juanma, capataz de la Esperanza, desde el centro de la Alameda, llegaba hasta nosotros vitoreando con olés y levantándome en vilo con otro abrazo tras vivir lo que había acontecido unos minutos antes cuando se detuvo el tiempo.

Después de casi sesenta procesiones y tantos años delante del trono de Nuestra Señora de la Soledad los recuerdos se amontonan, se pisan y casi parecen igualar todas las curvas, las maniobras, las salidas… pero hay veces que concurren unas circunstancias que hacen que un momento sea especial, y eso nos sucedió a todos aquella noche. El trono estaba parado antes de tomar la curva en Puerta del Mar, ya de vuelta, para entrar en el lateral de la Alameda, por cuyo eje central discurría la Virgen de la Esperanza aunque su trono estaba situado de perfil al de nuestra madre. En torno a ambas cofradías no cabía ni un alfiler. La expectación era palpable. Todo el mundo esperaba que surgiera algo en ese cruce de fe que aúna voluntades y despierta sensaciones mientras los nervios se revolucionan de entusiasmo y el corazón claudica ante la devoción de una tradición de siglos que el pueblo hace suya, cuando las miradas se hacen cómplices de algo tan bello. Todos se erguían y alzaban sus cabezas para no perderse detalle. En el mismo instante que comenzó a sonar la Salve Marinera que interpretaba la banda de música de la Armada se alzaron los dos tronos al unísono. El murmullo de la ilusión brotó en el ambiente. Mientras se realizaba la curva muy despacio, la Esperanza retuvo su paso para no andar demasiado. Lento. Aún más lento de lo que lo suele hacer, esperando nuestra maniobra, que cuando nos colocamos paralelos a su trono, empezamos a andar muy lentos hacia atrás para que ningún obstáculo, ni árboles ni casetas, impidiera la visión entre ambas imágenes. Y nuestros portadores lo hacían lento. Los de la Esperanza aún más retenían el paso para no irse. La gente rompió en aplausos y la emoción se apoderó del entorno. ¡Salve! ¡Salve a las dos Vírgenes percheleras!, cantaban los hombres de trono, el público, nosotros, todos. Con la última estrofa de la marcha procesional, y como si fuese a un solo toque de campana, los dos tronos bajaron al suelo a la vez dando la sensación que había sido ensayado. Mientras, toda la Alameda fue un tronar de aplausos, además de los portadores, que se abrazaban unos a otros, y de vivas a las dos advocaciones que se sucedían en una noche mágica.

«¡Qué momento más bonito para morirse!», me había dicho Antonio. Unos instantes que me erizan el vello y los ojos se me llenan de lágrimas cada vez que mi memoria retrocede en el tiempo al revivirlo todo.

Antonio Corrales llegó a la congregación para echar una mano de forma altruista con otros pocos al que él llamaba su hermano Manuel (Montero), aquellos años en los que había que montar y desmontar los tronos en la calle en un ‘tinglao’ de lona y hacían falta muchas manos ayudando y la cofradía sólo pagaba a dos personas para llevar a cabo esta tarea (eran otros tiempos). Los demás vendrían con ellos por ayudar. Antonio era un enamorado de los tronos. Había vivido en los alrededores de la plaza de las Biedmas, y desde pequeño veía pasar por Carretería todas las procesiones. Le gustaba ayudar en los momentos difíciles durante el regreso de los tronos a sus sedes en la procesión. Cuando tuvo edad llevó tronos con todos los capataces míticos de la Semana Santa de Málaga: Caimán, Olalla, Manolo ‘Bigote Pana’, Juan y Paco Polo… más por cariño hacia la tradición que por ganar un jornal que recibían entonces los hombres de trono. Conocía todas las triquiñuelas y artimañas para que un trono anduviera con el menor esfuerzo posible del que tenían que hacer aquellos cargadores que prácticamente salían a diario en otras cofradías.

Cuando Paco Fernández Verni, siendo hermano mayor, me encomendó a finales del año 1982 la labor de sustituir a los hombres pagados por cofrades, acudí a Manolo Montero y a Antonio para llevarlo a cabo. Pensando en un colectivo que no estuviese ligado a ninguna cofradía, creo recordar que fue el propio Paco quien me dijo que en el colegio El Romeral había un profesor de gimnasia, nieto de un antiguo hermano mayor de Mena. Así conocí a Domingo Sánchez Maspons, que se ilusionó bastante con la idea y se comprometió a proporcionar unos ciento cincuenta jóvenes para portar el trono de la Virgen, entre alumnos y nadadores que él entrenaba y los que preparaba de socorristas. Entre estos chicos, y los amigos más veteranos que animaron Manolo y Antonio para sumarse, y los cofrades que reuní, al año siguiente conseguimos que la Virgen se procesionara por primera vez sin hombres pagados.

Antonio ya llevaba tiempo saliendo de capataz en el trono de Jesús Cautivo, su pasión desde pequeño y su cofradía del alma. Sabía dirigir las maniobras perfectamente, pero fue fundamental para nosotros el trato con los portadores, con los niños que aportó Domingo, que si bien nos engañó en la edad, no nos mintió en el corazón y la voluntad que le pusieron en portar a la Virgen, y Antonio supo animarles para sacarle rendimiento a todo el esfuerzo, siempre en positivo, siempre animando con su voz de capataz antiguo, dando las órdenes precisas a sus niños, como solía decir, al igual que su célebre e inolvidable frase «¡Arriba mis niños!» que vociferaba a esos jóvenes que con los años se hicieron hombres bajo el varal. También, a él le gustaba mucho que el mayordomo diera un toque de campana cuando el trono lo requería, que ya no se suele hacer, mientras se avanzaba por la calle con la intención de que tras el tañido los portadores pararan su paso y al unísono se enderezaran y fuesen más erguidos al recobrar la marcha. Algo que pedía como capataz diciendo «un toque para ellos», del mismo modo que «el tres en uno», que aunque a mi no me terminaba de agradar, lo cierto es que animaba mucho entonces a los portadores los aplausos del público cuando inesperadamente y desde el suelo dábamos tres toques de campana y el trono subía a pulso. Antonio tenía muchos recursos para animar a los hombres de trono.

La semilla que él plantó por su labor como capataz y la forma de tratar y animar a los portadores ha germinado desde entonces y hoy es una maravillosa realidad. Si Manolo dirigía la maniobra del trono, Antonio era el que guiaba a los portadores.

Pero Dios no lo reclamó aquella noche de Jueves Santo de 1992 que relataba al principio. Lo ha hecho recientemente, el día 28 de agosto de este año, con un pesar colectivo que personalizo en Pepa, su esposa, a la que apreciamos. Ahora ya estará organizando alguna maniobra en el ‘tinglao’ celestial junto a su hermano Manuel. Seguramente esa maniobra será fácil para los que tienen el corazón grande. Os quiero. Os queremos. Descansen en paz.