Cuando un amigo, en este caso un hermano que bien podría haber llevado tu misma sangre, se muere, hay algo en ti que también lo hace. Todo se rompe. Ya nada es lo mismo. Todo lo que había se desvanece. No volverá pese a que continúe estando junto a ti en cada instante de otra manera. El día a día nunca será igual. Pero hay que seguir con el eco de su voz aún resonando en los oídos cargado de carcajadas y momentos irrepetibles. ¡Qué difícil se hace recordarte mientras discurre la tinta digital cuando hundes los dedos en el teclado del ordenador humedecido por las lágrimas!

Sí, Fernando González Aranda, Fefe, nuestro amigo, nuestro hermano, nos dejó el pasado día 10 de diciembre. ¡Con lo poco que le gustaban las cifras redondas! «¡No. A las diez, no. Quedamos a las diez y un minuto!». Sus cosas. Y nos ha dejado antes de lo debido. Su afán de superación y su amor a la vida no han sido suficientes para seguir entre nosotros a sus 51 años, aunque su devoción a los demás abriendo su corazón enorme es el legado de una buena persona que ha dejado un poso de innumerables cosas a todos los que tuvimos la suerte de haberle conocido, de haberle tratado, de haberle querido. Porque en ese hombre fuerte y alto que derrochaba simpatía en cada larga zancada había unos valores extraordinarios.

«Hola, Manolito. ¿Cómo estás?». Daba igual el día o si hubiésemos hablado cincuenta veces la jornada anterior por mil cosas dispares. Esa frase era sus buenos días cada mañana por teléfono con su deje característico y que yo contestaba con la misma pregunta y el mismo tono también desde el cariño pero con el diminutivo de su apodo: Fefito. A partir de ahí, el todo. La eterna sonrisa, un consejo, una confidencia, la actualidad, el periodismo, el diario SUR, sus tan particulares clases en la Facultad de Ciencias de la Información, que para eso era doctor en Periodismo, y que se llenaban de alumnos; la fotografía, sus compañeros, su especial ‘cuadrilla’ (Juanito Cano, Ignacio Lillo y Alvarito Frías, de SUR); su grupo de antiguos compañeros del colegio Los Olivos, de su equipo blanquiazul, del orgullo y su debilidad (su Ferni y su Isi, sus hijos, que eran lo primero, menudo padrazo); de ideas e improvisaciones: «que sepas que si esta noche termino pronto en el periódico y no se cae la Catedral, nos vamos a ‘ventilar’ una botella de vino en tu casa o dos…»; del personaje Indiana Jones, del que podría haber hecho otra tesina; de cofradías, de Málaga, de recuerdos nuestros y suyos, como sus grandes logros de niño y adolescente con una raqueta de pin pon que no sabe todo el mundo y ahí están los trofeos; de su familia (sus padres, Fefe y Rafi, o su hermana, Sonieta, como la llamaba); de los kilos que había perdido a base de gimnasio y correr por el paseo marítimo de Huelin (donde me enteré de la fatal noticia) y que me ‘obligaba’ a acompañarle a ambos sitios, con lo que se jactaba luciendo ‘tipín’… o recibir un tirón de orejas. ¡Ay de aquel que recibiera un toquecito en el hombro! Estaba siempre alerta, pendiente. Tenía de todo y para todos. Y se podía conversar con él de todo.

Era ese afecto personal, bondadoso y desinteresado que nació una noche de hace veinte años en un bar del Centro cuando nos presentó el periodista y congregante, entonces redactor de SUR, Antonio Roche y que se fortaleció con el tiempo. Una hermandad forjada a diario que hizo que yo conociera a su familia y amigos y él hiciera suyos también los míos. Así, también se acercó como gran amante de las tradiciones malagueñas y su Semana Santa a Mena, cuyos actos y procesiones había fotografiado durante años para el periódico, antes de ser nombrado editor gráfico. También portó a la Virgen de la Caridad en su juventud. Y, por tanto, compartió muchas vivencias con los congregantes, muy especialmente con Antonio de la Morena y Curro Rivero, a quienes quería y a sus familias. Y surgió esa devoción al Cristo de la Buena Muerte y a la Virgen de la Soledad y se hizo congregante. Y aportó su ayuda en todo cuanto se le solicitó y estaba en su mano en la congregación.

El artículo que le pedí para la revista de la cofradía en 2014 lo tituló, lo inició y lo culminó dando las gracias. Su generosidad era tan grande y continua que se hacía querer al instante. En el texto reflejaba vínculos con De la Morena y con quien suscribe y cómo le gustaba el traslado del Cristo, pero entre bambalinas, entre los varales del trono del Señor, y ese momento cuando el Crucificado es entronizado y la emoción humedecía su mirada y las nuestras con la suya al cruzarse.

Una devoción que también se reflejaba con la Virgen de la Esperanza, pero sobre todo con el Cautivo. Al que iba a ver y a hablarle a menudo. Como el pasado domingo 18 de noviembre, último día del triduo de nuestro Cristo en Santo Domingo, al que le hubiera gustado ir para rezar pero no tenía fuerzas para encontrarse con tanta gente mientras luchaba continuamente por vencer a la enfermedad, pero sí para visitar a solas al Cristo de la túnica blanca, al que no veía desde hacía un mes. Lo recogí en su casa y pese a los relámpagos y la tromba de agua los dos llegamos a San Pablo. Le rogamos al párroco que no cerrara la iglesia ya que debido a la lluvia dudamos en ir o no, a lo que accedió. Y frente a frente al Señor de Málaga y a su madre de la Trinidad ambos les imploramos en silencio su curación. Pero no pudo ser.

El día de su despedida en el cementerio el cielo amaneció, como diría nuestro Paquito Jiménez Valverde, plúmbeo. Pero instantes antes de que abandonara la capilla, el sol, a modo de esa sonrisa inconfundible, entró por las vidrieras. Seguro que era su forma de dar las gracias, de darnos un abrazo y un beso, ese «Te quiero. Un besito», y que dio lugar a un enérgico y unísono aplauso entre sollozos de los que estábamos allí.

Me quedo con tantas cosas… Con esa sonrisa, esa alegría, además de su carácter honesto, familiar y cercano. «¡No os queréis enterar! ¡Que la Navidad está ahí ya!», repetía incesantemente a modo de soniquete desde el 7 de enero hasta diciembre para desesperación jocosa de todos. Él conocía todos mis pasos y yo los suyos. «Lito, (como me llamaba últimamente) lo más importante en la fotografía es la luz», me decía. Tú eras la luz que nos iluminaba a todos los que te rodeábamos y se ha apagado. Pero sé que estés donde estés siempre estarás conmigo, con todos nosotros. Y yo contigo. Como siempre. En cuanto pueda volveré a tocar tu planta favorita del porche de tu casa que huele a gloria, a ti. Te echo mucho de menos. El vacío es enorme e insustituible. Tú me has hecho mejor. Gracias por tanto. Te quiero, hermano. Un beso. Hasta siempre, Fefito. Descansa en paz.